martes, 12 de enero de 2010

Eric Rohmer (1920-2010)



Había que verlo a este señor en las entrevistas televisivas. Tenía una figura y una cara alargada, ojos claros pero no de una claridad bonita, sino de una claridad muerta. Rohmer parecía un hombre sin la menor energía. Por eso llamaba tanto la atención cuando se ponía a hablar y desparramaba no sólo una cultura general abrumadora sino una vitalidad sorprendente. Rohmer se apasionaba cuando hablaba y esa pasión contrastaba con una figura que sugería una personalidad apagada y abúlica.
El cine de Rohmer en alguna medida se mimetiza con su propio director. Sus films son tranquilos, dueños de una puesta en escena discreta, sin exhibición extravagante de grandes movimientos de cámara virtuosos, con personajes parlantes, más amigos de la reflexión que de la acción y expresando muchas veces sus más profundos deseos y pasiones en gestos pequeños, casi imperceptibles.
Pero al igual que Rohmer, toda esta tranquilidad y esa simpleza aparente no es más que una fachada engañosa.
El cine de Rohmer es un cine de sentimientos y locuras, de gente que se enamora y se desenamora con una facilidad pasmosa y que a veces detrás de su máscara intelectual y hasta a veces irónica o cínica esconde un deseo feroz de amar y ser amados. La puesta en escena, al mismo tiempo, sólo era simple en su apariencia. El estilo Rohmer es todo menos sencillo. El cine de este realizador es de un virtuosismo silencioso, basado en el dominio del gesto sencillo puesto en el momento exacto de la escena (ver la conversación final de esa obra maestra mayor que es La mujer del Aviador por ejemplo) o en el saber que muchas veces se alcanza la mayor intensidad dejando la cámara fija, mirando al personaje monologuear y desarmando sus sentimientos (ver, como ejemplo mayor, el monólogo de la lechuga en El rayo verde) sin necesidad de recurrir a una música de fondo que acompañe sentir alguno o a un montaje que cambie de plano para hacer la escena más ágil.
Había una humildad especial en el cine de Rohmer, una fe tan grande en sus personajes que nunca se vió en la necesidad de ponerse sobre ellos.
Paradójicamente, esta misma necesidad de no hacer sentir nunca la presencia de su director se terminaron transformando en una de las más marcas estilísticas más cristalinas de la historia del cine, al punto tal que basta con ver segundos de un film de Rohmer para reconocer quien estaba detrás de la cámara.
Con este estilo Rohmer entregó casi treinta películas, algunas de las cuales (La mujer del Aviador, El Rayo verde, Perceval el galo, Paulina en la playa, La panadera de Monceau, Cuento de verano) son obras maestras mayores. Los films que no lo son van de lo atendibles a los muy buenos.
Como si esto fuese poco fue también uno de los nombres fundacionales de la Nouvelle Vague, el responsable(junto con Chabrol) del primer libro que decidió tomarse a Hitchcock en serio y el autor de algunos de los textos de cine más interesantes que se hayan escrito (lean, por favor y si las consiguen, sus reflexiones sobre el valor de la palabra en el cine).
Razones suficientes para considerarlo una leyenda y para homenajearlo desde todos los blogs, páginas y secciones de cine que se precien de tales.

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